Es con la noche que aparece silencioso. Desde algún rincón se aproxima y se desliza en la isla desierta que es mi cama. Ocupa cada pliegue, cada centímetro helado de ausencias. Mece mi nostalgia entre brazos de bruma y enjuga las lágrimas que se deslizan mudas, sin un quejido. Acuna mi soledad singular y única, ineludible, hasta que el sueño llega con su balsámica inconciencia. Él permanece allí vigilante, guardián invisible de tantas horas estériles de insomnio y tantas otras de sueños agitados. Lo sé porque hoy, con las primeras luces, pude atrapar el instante en que el sol lo traspasa implacable y lo esfuma dejándome otra vez en el vacío. El vacío que no se va, que no se acaba, que, paradójicamente, lo alimenta. Sé que volverá. Volverá esta noche. Estará aquí cuando se hayan acabado las urgentes actividades de la jornada y las excusas. Cuando se agoten todas esas cosas con las que procuro ocupar las horas, cuando cruce otra vez este umbral y me enfrente de nuevo con el silencio, volverá. Es inevitable. Aún cuando he tratado de eludirlo, de ignorarlo o de aniquilarlo. Igual sobrevive. Sobrevive al dolor, al desengaño, a la furia. Sobrevive a los años y a las distancias. (escrito alguna noche de 1992)
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