21 febrero, 2007

Ser mamá, toda una aventura.

El sobre blanco conteniendo el resultado del análisis espera apoyado contra el florerito en el centro de la mesa. Claro, hoy esto sonará a historia antigua. En nuestra era de lo instantáneo también hay medios para saber al instante si tenemos que empezar a comprar ropa más holgada. Pero aquello no dejaba de tener su atractivo, esperar el resultado dos o tres días y mantener el suspenso hasta que por fin se develaba el misterio... ¡Suenen trompetas! Positivo.

Esa sola palabra era el desencadenante de los sueños. ¿Quién puede enumerarlos? A lo largo de los meses se fueron entretejiendo, creciendo, sumando ilusiones, esperanzas, anhelos y también incertidumbres. Hasta que por fin llegó el día y una personita nueva vino a reclamar su lugar en este mundo. Y así vez tras vez. No por repetida menos sentida, menos vivida. Siempre con su carga de esperanza, multiplicando sueños. Una, y otra, y otra vez. Tres varones. Athos, Portos y Aramis... cabalgando por la vida sobre el palo de una escoba.

En el camino quedaron algunas batitas y escarpines rosados tejidos por las bisabuelas y unos nombres que podrían haber sido, pero no... Estos tres pequeños indígenas se instalaron definitivamente en el corazón de todos, aún de aquellos que empecinadamente clamaban por “la nena”. Muchas veces me han preguntado si lamento no haber tenido una y definitivamente mi respuesta es no. Incluso no sabría qué hacer. Mi última experiencia tratando de hacerle las “colitas” a la hija de una amiga me ha demostrado que soy absolutamente inútil en esos menesteres. A lo largo de los años he tenido que aprender sobre fútbol, equipos y reglamentos. Un poco acerca de automovilismo no viene mal. Viajes espaciales, bicicletas. Partidos de básquet, figuritas. Las bolitas, los autitos. En casa no hay lugar para las Barbie, los vestiditos ni los jueguitos de cocina. Es otro mundo, un mundo de varones, en medio del cual me hacen sentir como una reina.

Hay días en que me pregunto cómo se vería mi casa sin esos muchachotes. Pienso que, tal vez, la azucarera no estaría tan abollada por los embates del baterista de la familia. Probablemente podría caminar por la habitación sin tener que esquivar zapatillas, medias usadas y hechas un rollito, shorts, remeras y otras prendas... Todo esto matizado por baquetas, cassettes, figuritas, rastis, palitos, piedritas, libros, revistas y todo otro adminículo imaginable. Quizás el Everest que tengo para planchar se reduciría un poco de tamaño. Seguramente la heladera no quedaría como si por ella hubiesen pasado Atila y los hunos. ¡Hasta encontraría mis elementos de manicuría en su lugar y no en la caja de aeromodelismo! Es más... ¡recuperaría mis cassettes, mis libros y mis revistas! ¡Oh, Dios, nadie usaría mis medias, ni mis remeras, ni mis buzos! Mis pobres costillas quedarían a salvo de efusivos “abrazos del oso” (últimamente han crecido tanto... quizás un curso acelerado de defensa personal me sería útil a la hora de disciplinarlos). Ya no habría tropillas subiendo y bajando por la escalera, ni música a todo volumen, ni toda clase de objetos golpeteando rítmicamente sobre todo lo que suena, ni concursos de quién salta más y toca el techo, ni pelotas picando, ni “aromas a tercer tiempo”... Sí, tal vez sería así. Pero no me atrae la idea porque de algo estoy más que segura, la casa estaría muy vacía. Enormemente vacía. Intolerablemente silenciosa y vacía.

Ineludiblemente ese tiempo llegará. Un día crecerán lo suficiente para dejar el nido. Y es bueno y es normal. Pero mientras tanto quiero disfrutarlos. Quiero aprender a afrontar los roces y dificultades de la convivencia aceitándola con el mejor ingrediente para evitar las fricciones: el amor. Porque los amo y es toda una aventura. La aventura de ser mamá. Y esto vale para las que tenemos varones, o nenas, o ambos. Y vale tanto para las que somos mamás “de la panza” como para las mamás “del corazón”. Es la aventura de ir estableciendo en ellos el fundamento de lo que van a ser sus vidas en el futuro. Un desafío y una responsabilidad, pero también una fuente inagotable de satisfacciones, aún a pesar de las dificultades. Hay alegrías y emociones que sólo un hijo nos puede dar. Son pequeñas cosas tal vez, pero irrepetibles y únicas. Todas ellas van tejiendo una historia que quedará grabada en nuestro corazón para siempre. Es cierto que hay inconvenientes, hay dificultades e incomodidades, dan trabajo, pero bien vale la pena el esfuerzo. Lo que estamos haciendo como mamás, va muchísimo más allá de la rutina diaria, del cansancio y la fatiga. Es un trabajo importante, trascendente, significa ser uno de los pilares sobre los que se construye la plataforma de despegue de nuestros hijos. ¡Animo! Muchas veces lloraremos por ellos, pero hay una promesa de Dios que dice que los que siembran con lágrimas recogerán con alegría. Esa promesa es para nosotras. Disfrutemos cada día la bendición que son nuestros hijos. Definitivamente, ser mamá es una hermosa aventura.
(Escrito en Octubre de 1998)

20 febrero, 2007

Asi como soy...



Esta soy yo.

Quiero mostrarme tal cual soy,
sin máscaras,

sin fingimientos ni poses preparadas

para ganarme tu aprecio.

Así, descarnada,
el alma desnuda hasta lo más íntimo.
Expuesta,
con mis riquezas y mis miserias.

Como soy, humana,
falible, torpemente necia.
Y te pido que me aceptes sin pretender cambiarme,
sin esperar más de lo que puedo dar
ni exigir que te mienta
para colmar tus expectativas.

Yo también quiero conocerte.
Espero descubrirte,
ser capaz de ver más allá de los sentidos,
más allá de esta cáscara material que me limita,
más allá de las palabras y los silencios
y conocerte como fui conocida.



15 febrero, 2007

Encuentros cercanos de algún tipo

Si algo recuerdo de mi adolescencia son esas magníficas pizzas. De vez en cuando, alguna noche, se decidía una salida en familia y, por supuesto, el programa obligado las incluía necesariamente después del cine.

Siempre íbamos al mismo lugar, una pizzería medio escondida en un barrio, pero que había ganado merecida fama. No era un lugar de lujo. Una heterogénea variedad de mesas de todas las formas, tamaños y colores imaginables, sillas con asiento de paja, piso de ladrillos y, a falta de platos, ese papel blanco “de almacén” cortado en cuadraditos a modo de servilletas para sostener cada porción. Así y todo rara vez se conseguía una mesa libre y por lo general siempre había gente esperando que se fueran desocupando.

Una noche pasamos por allí y milagrosamente conseguimos lugar en una de esas mesas redondas de fórmica, familiares. Al poco rato aquello era una multitud, varios esperaban en el auto estacionado afuera y, de vez en cuando, se asomaban para ver si alguno de los comensales se aprontaba para irse.

Estábamos ya felizmente ubicados y esperando nuestro pedido cuando un hombre se acercó a preguntar si nos molestaría compartir la mesa ya que quedaba suficiente espacio libre. Ante la respuesta afirmativa de mi papá, fue a buscar a su familia y así fue como se convirtieron en nuestros circunstanciales acompañantes. En el transcurso de la cena, charla va, charla viene, surgió el tema de dónde vivía cada uno y, ¡oh sorpresa!, resultaron ser del mismo barrio, la misma calle, el mismo edificio, dos o tres departamentos de por medio... ¡Nunca los habíamos visto! Y ya hacía un año que vivíamos allí...

Esta historia, aún cuando no pase de ser una anécdota, sirve para marcar lo que parecería ser una tendencia al aislamiento y al anonimato que va en constante aumento. Atenazados por el miedo ante la inseguridad de las grandes ciudades, prolijamente encerrados detrás de nuestras puertas blindadas, nuestras rejas y nuestras alarmas, nos vamos haciendo más y más desconocidos y solitarios.

También el ritmo que nos impone nuestra vida moderna consigue en gran medida que relaciones entre vecinos que antes se consideraban normales, cada vez sean más raras y esporádicas. Nuestros hábitos y costumbres se fueron modificando con el correr del tiempo: tomar el fresquito en el jardín o en la vereda después de cenar, lo cual obligaba a algún tipo de contacto con el prójimo, ha sido reemplazado por la cómoda privacidad del sofá frente al tele, aire acondicionado y alguna bebida mediante, listos para llevar a cabo el anónimo ejercicio del zapping.

Aún cuando en algunos barrios se conservan esos hábitos vecinales, lo cierto es que a medida que nos acercamos al centro, esas relaciones se vuelven más y más difíciles. El tema de los edificios, las medidas extremas de seguridad, el temor generalizado ante la delincuencia, todo eso es real. Pero, hay algo que es llamativo y es que, aún en condiciones mucho más óptimas, el aislamiento y la soledad están en alarmante aumento. Es como si la gente estuviera encerrada en una burbuja, completamente ajena a lo que pasa a su alrededor.

Realmente habría que preguntarse el porqué. ¿Será por temor a entablar una relación? ¿Miedo a involucrarse? ¿Desconfianza? ¿Egoísmo? ¿Indiferencia? Sin duda todos estos son “ladrillos” muy difíciles de sacar, construyen murallas que aprisionan el alma, ensombrecen los sentimientos y opacan la vida. Hacen una barrera infranqueable que apaga las risas, impide las historias compartidas, nos priva de compañía y posibles amistades cultivadas al calor de unos mates a la hora de la siesta.

No es fácil, claro que no. Si a veces nos cuesta encontrar el tiempo para nuestra propia familia en medio del trajín cotidiano, cuanto más para entablar una comunicación más fluida con nuestros vecinos. Pero es necesario, aún cuando la convivencia sea difícil, aún cuando surjan roces, es parte también de la vida y serán superables con un poco de sentido común y buena voluntad.

Alguien dijo que el hombre es un animal social que no puede permanecer aislado porque la soledad lo lastima, lo hiere, lo enferma y lo debilita. Y esta debilidad no pasa sólo por lo físico ya que, como reza el dicho... “la unión hace la fuerza”. Todos tenemos problemas, es cierto, pero serán mucho más llevaderos si no permanecemos solitarios.

La tecnología puede brindarnos el programa interactivo más avanzado, pero ni de lejos se compara con un abrazo, una palabra o un oído dispuesto a escucharnos.

No es imposible, seguro que no, y sería bueno que todos empezáramos a intentarlo. Sólo hay que querer hacerlo. El famoso muro de Berlín no se cayó sólo, fue necesario que de ambos lados hubiera voluntades dispuestas a tirarlo abajo.

Igual es con nuestras propias murallas, mientras queramos que permanezcan levantadas, seguirán allí. Cuando comprendamos que podemos vivir mejor sin ellas, entonces iremos quitando, poco a poco, un ladrillo a la vez.

Ayer fue San Valentín

Señor, tú lo sabes todo: tú sabes que te quiero. Juan 21:17

Es lindo cuando escuchamos que alguien a quien amamos nos dice que nos quiere. Por más que estemos seguros de su amor, por más que sea algo que se da por sentado. Es lindo oírlo decir. Es lindo que venga, nos abrace y nos diga que nos quiere, que nos ama, que nos necesita. Por más que ya lo sepamos, aún si lo supiéramos todo, como Jesús.

Él lo sabe todo, él ve lo más profundo del corazón, donde no se le puede mentir y todo está expuesto a su mirada. Él sabe aún aquello para lo cual no encontramos palabras. Pero, aún así, él quiere escucharlo decir. Él espera escuchar nuestra voz diciéndole: te amo, te quiero, te necesito. Y, lamentablemente, muchas veces se queda esperando.

Muchas veces nos acercamos a él con una larga lista de pedidos, con escaso tiempo y demasiadas urgencias. Entonces olvidamos lo importante. Nos olvidamos de adorarlo. Nos olvidamos de decirle al oído: te quiero. Olvidamos expresar claramente que nuestro amor va más allá del resultado de nuestras peticiones. Olvidamos que amarlo debe estar antes que cualquier demanda. Porque tener esos tiempos de amor con él es la única forma de ser uno en espíritu; la ocasión para que nuestro espíritu y el suyo se toquen y se detenga el tiempo en medio de la eternidad.