Siempre íbamos al mismo lugar, una pizzería medio escondida en un barrio, pero que había ganado merecida fama. No era un lugar de lujo. Una heterogénea variedad de mesas de todas las formas, tamaños y colores imaginables, sillas con asiento de paja, piso de ladrillos y, a falta de platos, ese papel blanco “de almacén” cortado en cuadraditos a modo de servilletas para sostener cada porción. Así y todo rara vez se conseguía una mesa libre y por lo general siempre había gente esperando que se fueran desocupando.
Una noche pasamos por allí y milagrosamente conseguimos lugar en una de esas mesas redondas de fórmica, familiares. Al poco rato aquello era una multitud, varios esperaban en el auto estacionado afuera y, de vez en cuando, se asomaban para ver si alguno de los comensales se aprontaba para irse.
Estábamos ya felizmente ubicados y esperando nuestro pedido cuando un hombre se acercó a preguntar si nos molestaría compartir la mesa ya que quedaba suficiente espacio libre. Ante la respuesta afirmativa de mi papá, fue a buscar a su familia y así fue como se convirtieron en nuestros circunstanciales acompañantes. En el transcurso de la cena, charla va, charla viene, surgió el tema de dónde vivía cada uno y, ¡oh sorpresa!, resultaron ser del mismo barrio, la misma calle, el mismo edificio, dos o tres departamentos de por medio... ¡Nunca los habíamos visto! Y ya hacía un año que vivíamos allí...
Esta historia, aún cuando no pase de ser una anécdota, sirve para marcar lo que parecería ser una tendencia al aislamiento y al anonimato que va en constante aumento. Atenazados por el miedo ante la inseguridad de las grandes ciudades, prolijamente encerrados detrás de nuestras puertas blindadas, nuestras rejas y nuestras alarmas, nos vamos haciendo más y más desconocidos y solitarios.
También el ritmo que nos impone nuestra vida moderna consigue en gran medida que relaciones entre vecinos que antes se consideraban normales, cada vez sean más raras y esporádicas. Nuestros hábitos y costumbres se fueron modificando con el correr del tiempo: tomar el fresquito en el jardín o en la vereda después de cenar, lo cual obligaba a algún tipo de contacto con el prójimo, ha sido reemplazado por la cómoda privacidad del sofá frente al tele, aire acondicionado y alguna bebida mediante, listos para llevar a cabo el anónimo ejercicio del zapping.
Aún cuando en algunos barrios se conservan esos hábitos vecinales, lo cierto es que a medida que nos acercamos al centro, esas relaciones se vuelven más y más difíciles. El tema de los edificios, las medidas extremas de seguridad, el temor generalizado ante la delincuencia, todo eso es real. Pero, hay algo que es llamativo y es que, aún en condiciones mucho más óptimas, el aislamiento y la soledad están en alarmante aumento. Es como si la gente estuviera encerrada en una burbuja, completamente ajena a lo que pasa a su alrededor.
Realmente habría que preguntarse el porqué. ¿Será por temor a entablar una relación? ¿Miedo a involucrarse? ¿Desconfianza? ¿Egoísmo? ¿Indiferencia? Sin duda todos estos son “ladrillos” muy difíciles de sacar, construyen murallas que aprisionan el alma, ensombrecen los sentimientos y opacan la vida. Hacen una barrera infranqueable que apaga las risas, impide las historias compartidas, nos priva de compañía y posibles amistades cultivadas al calor de unos mates a la hora de la siesta.
No es fácil, claro que no. Si a veces nos cuesta encontrar el tiempo para nuestra propia familia en medio del trajín cotidiano, cuanto más para entablar una comunicación más fluida con nuestros vecinos. Pero es necesario, aún cuando la convivencia sea difícil, aún cuando surjan roces, es parte también de la vida y serán superables con un poco de sentido común y buena voluntad.
Alguien dijo que el hombre es un animal social que no puede permanecer aislado porque la soledad lo lastima, lo hiere, lo enferma y lo debilita. Y esta debilidad no pasa sólo por lo físico ya que, como reza el dicho... “la unión hace la fuerza”. Todos tenemos problemas, es cierto, pero serán mucho más llevaderos si no permanecemos solitarios.
La tecnología puede brindarnos el programa interactivo más avanzado, pero ni de lejos se compara con un abrazo, una palabra o un oído dispuesto a escucharnos.
No es imposible, seguro que no, y sería bueno que todos empezáramos a intentarlo. Sólo hay que querer hacerlo. El famoso muro de Berlín no se cayó sólo, fue necesario que de ambos lados hubiera voluntades dispuestas a tirarlo abajo.
Igual es con nuestras propias murallas, mientras queramos que permanezcan levantadas, seguirán allí. Cuando comprendamos que podemos vivir mejor sin ellas, entonces iremos quitando, poco a poco, un ladrillo a la vez.
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