A medida que el tiempo pasa se instala una especie de nostalgia, añoranza. De pronto los recuerdos que vienen a mi mente cobran una nueva dimensión, mayor fuerza e importancia. Pequeñas cosas, como canta Serrat, que me toman por asalto y empujan a rememorar cosas pasadas, viejas, perdidas en el tiempo. Episodios de la niñez, pequeños detalles, una melodía en la radio a cierta hora de la mañana, un aroma, un sabor… Sutiles disparadores que desencadenan los recuerdos de una manera vívida y actual. Y uno quisiera poder volver atrás, poder abrazar a quien ya no está, reparar lo que se dañó o revivir lo que fue bueno y hermoso. El tiempo que pasó. El tiempo que sigue pasando, ineludible. Tal vez éste sea uno de los primero síntomas de que estoy envejeciendo. A pesar de que no pierdo las expectativas por lo que hay por delante, de pronto ese bagaje de historia cobra una importancia nueva. No quiero decir con esto que ya me sienta acabada. Claro que no. Hay todavía muchas cosas que espero para mi vida. Pero es como si hoy, a la mitad del camino, mi alma se hubiese sensibilizado y captara más fácilmente esas señales. Me gustaría engarzarlas como si fueran piedras preciosas, unirlas como las perlas de un collar que rodee mi cuello y abrigue el corazón; lo proteja de las inclemencias del tiempo presente con los algodones tibios de los recuerdos. No quiero caer con esto en la repetida generalización de que todo tiempo pasado fue mejor. No. Hubo momento duros y difíciles también entonces; y hoy, a pesar de todo, es un buen tiempo. Pero… ¿por qué desechar lo bueno de ayer condenándolo al olvido? Recordar con ternura me ayuda a conjurar esa nostalgia y me anima a dar gracias a Dios porque, hasta aquí, Él me ha sostenido.
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