13 febrero, 2008

Sobrevivir sin tele


Lo suyo fue uno de esos casos de muerte súbita. De buenas a primeras y cuando menos lo esperábamos, murió. De nada valieron todos los esfuerzos, su mal era irreparable. Resignados lo despedimos con evidentes muestras de congoja, después de todo había formado parte de la familia... Un vacío difícil de llenar invadió nuestra casa. El tele se había ido.

Más o menos por esa época el más pequeño de la casa se enfermó. Una de esas dolencias comunes de la infancia, pero el diagnóstico era contundente. Cama. ¡Dios mío! La reciente tristeza se convirtió, en un instante, en pánico. ¿Cómo se entretiene a un inquieto de nueve años? ¿Cómo llenar horas y horas de aburrido y forzado reposo sin la posibilidad de ver los “dibus”? Debimos recurrir a todo un arsenal de propuestas alternativas.
Primero empezamos con los dibujos. Crayones, fibras y otros útiles comenzaron a poblar los pliegues de las frazadas, la mesita de luz y el piso. Cuando esto se agotó pasamos a las pegatinas. Recortar, pegar. Las sábanas sufrieron las consecuencias pero el tiempo fue pasando un poco más ameno.
Lo peor fue mientras estaba en mi trabajo. Los hermanos mayores con sus actividades o porque simplemente no tenían ganas de estar con el pobre sufriente, huían raudamente.


Entonces recurrí a otra estrategia, por cierto difícil en esta era de lo visual copada por los multimedia. Recurrí a mi vieja biblioteca. Sí, esa de la colección de nuestra infancia, la de las tapas duras, amarillas. Los pobres libros, viejos y olvidados, ya tienen las hojas tan amarillas como las tapas, si es que aún conservan alguna. Pero, así y todo, ejercieron un influjo especial.
Al principio hubo un poco de resistencia. Leelos -le dije- y vas a ver que cuando te metas en la historia, lo que puedas imaginar superará lo que cualquier vídeo te pueda mostrar.

Poco a poco fueron prendiendo como un reguero de pólvora. Empezó a funcionar el “boca a boca” y ya los más grandes también se entusiasmaron hasta el punto de pelearse por quien leía primero tal o cual historia.

Aún ya pasada la convalecencia, el hábito cundió y muchas cosas cambiaron. Cambiaron las conversaciones y cambiaron los juegos. De pronto Sandokán se desplazaba raudamente por el comedor con una cuchara de madera ... , perdón, con su espada en alto. Tom Sawyer vino de visita algunas veces, su influencia dejó como secuela algunos pantalones agujereados y bolsillos llenos de bolitas, figuritas, piedritas y otros tesoros parecidos. Sherlock Holmes nos acompañó algunas tardes. En su improvisado portafolios (que en un pasado no muy lejano fue mi cartera) llevaba unos cuantos papeles, planillas viejas, lapiceras, un walkman roto y algunas otras cosas que, por obra y gracia de la imaginación, le servían para resolver sus dificilísimos casos policiales.

En definitiva, el saldo es bueno. Hoy tenemos otro ejemplar cuadrado de pantalla brillante, pero creo que la experiencia de vivir sin el tele nos ha dejado algunas enseñanzas importantes. Porque en este tiempo aprendimos a conocernos mejor como familia. ¡Si casi había llegado a creer que mis hijos eran unos frisos egipcios, siempre de perfil!
Ahora los que hablamos en la mesa somos nosotros y hay risas y conversaciones en lugar de chistidos. Jugar a las cartas un domingo por la tarde mientras nos damos una panzada de “pururú con caramelo” se ha convertido en una buena y divertida opción para esas tardes frías de lluvia. O contar anécdotas mientras revolvemos la caja de las fotos de la familia. Espero que, a partir de esta experiencia, seamos lo suficientemente sabios como para saber apretar el botón de “apagar” en el momento oportuno.

(Escrito en Julio de 1998)

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